En este documental observacional, Alessandra explora nuestra relación con el mar a través de una mirada etnográfica, multitemporal e imaginativa sobre el primer parque nacional marino creado en Costa Rica
El geólogo César Laurito me dijo con certeza que todos venimos del mar. Lo dijo en serio. Todos, en algún momento, evolucionamos de una especie que salió del mar y se adaptó a la tierra. También me dijo que mucho en nuestros cuerpos aún recordaba aquellos tiempos submarinos. Nuestras manos, nuestros oídos, nuestro sentido del equilibrio… dan pistas aún de una vida oceánica.
Cuando llegué al Parque Nacional Marino Ballena, me interesaba el concepto del límite. Esa línea imaginaria que separa un área protegida de un área desprotegida. Pero muy pronto, intuitivamente, comencé a pensar en ritmos y en la organización temporal bajo la cual la institución administra el lugar. Me di cuenta de que designar el área como un parque nacional, había introducido en el lugar el ritmo moderno del reloj.
El sociólogo Henri Lefebvre alguna vez describió al reloj como un “tiempo que se piensa a sí mismo”. Desconectado del contexto, de la condición transitoria de la vida, el tic-tac del reloj mide y comodifica. Es una lógica que todo lo asume estático, inerte, administrable. Y que por lo tanto, no advierte los cambios latentes e impredecibles de un paisaje sensible, interconectado, vivo.
Más allá de la institución del parque, sin embargo, sobreviven ritmos más endógenos que resisten el tiempo abstracto y profano del reloj. De la materia que conforma el lugar y de aquellos que la conocen, surge otra historia. Es la historia de un paisaje que fluye constantemente, de un lugar animado que participa lentamente en su propia formación y organización. Estrata y olas sugieren una cronología mucho más profunda.
¿Qué pasaría si afináramos nuestra atención a estos ritmos geológicos? ¿Si pudiéramos situarnos en medio de esa historia entre la tierra y el mar? En la profundidad del tiempo, nuestros cuerpos humanos no parecen tan distintos a las piedras, ambos esculpidos pacientemente por un ancestro común: el mar.